Estaban ahí los dos. Perfectos. El, su camisa verde lima, pantalones blancos, ambos planchados perfectamente. La vitrina reflejaba sus aspectos con perfección cristalina. Sus manos entrelazadas, esa pulcritud inerte, o tal vez esa fingida por que en las noches no era igual – no eran brillantes esas noches sudorizantes. Tensos y frágiles, erectos, pero pasivos – sus caras solo reflejaban alegría, la sonrisa indeleble, inerte, nativa. Sus caras perfectas, tan perfectas y serenas como cualquiera, su tez clara, ni lastimada por el sol, ni acariciada por la lluvia, mucho menos la arena.
Su vida, desde su corta existencia como seres completamente hechos constaba solamente de erigirse, conocerse y ahora casarse. Ella a su lado, con la misma expresión mas la ternura de sus deleitables facciones, la perfección de su gesto, su falda delicada que decora sus curvas que por ser tan perfectas parecen falsas, innaturales; le complementa la blusa blanca, con adornos florales, el fleco en el cuello en forma de uve que adorna sus perfectos pechos casi cristalinos (desde la distancia parecen reales pero de cerca podría adivinar que son plásticos como el resto de sus acentuaciones delicadas). Y su falda, los colores primaverales, la floresta, es la flora de diez pequeños países, es tal obra de arte. Y los miran, las manos tomadas, suavemente, reposando una sobre la otra, entrelazándose, confundiéndose.
Los anillos estaban ahí, frente a ellos. Esos anillos que ojala decorarían sus manos, que ojala los declararían algo. Siquiera sus manos pudieran tocarlos.
Y allí la vitrina a la vista de todos, cualquiera puede, cualquiera quiere, cualquiera vé, y ve, y vé, y ve y ellos estáticos, magnéticos, o mejor dicho magneticamente atraídos a esos anillos. Y esas manos, manos con deseos de felicidad de libertad, y de matrimonio.
De repente, el niño pasó corriendo demasiado cerca del ventanal por dentro de la tienda. Los topó. Y sus caras, perfectas, se mantenían serenas mientras caían. La madre corrió al rescate. La pareja todavía ilusa no diferenciaba el cambio tan repentino. Sus cuerpos no quedaron intactos. Sus manos se divorciaron. Y los anillos, y la falsa escena, y la ropa perfectamente planchada, y el niño llorando, y la madre gritando, y la alarma bulliciosa (tan fuerte que se oye desde afuera de la tienda). La perfección se volvió imperfecta y ahí, los dos, en el suelo, descompuestos, rotos, imperfectos yacen los maniquíes más humanos que nunca.